¡Buenas días eruditos! Tenemos muchos y buenos trabajos en el campo del relato provenientes del VI Torneo Leyendas en Miniatura, y hoy nos trasladamos a las "apacibles" tierras de Bretonia con este trasfondo de Raistd, que recibió mención por ser uno de los mejores. Da gusto vivir en las tierras del rey...
Rogric se levantó del suelo, con los pies ateridos de frío y la espalda hecha un nudo.
Había perdido la cuenta de cuántos meses llevaba despertando de la misma manera.
Todo empezó aquel glorioso día en que fue reclutado por su duque para defender el
bendito ducado de Carcassonne de la horda orca del Kaudillo Castigabarrigaz, que
había irrumpido desde las Montañas Irranas tras saquear las ciudades de esos
señoritingos Tileanos.
Recordaba aquella mañana con una claridad espantosa. Lord Garland, el noble
castellano y portaestandarte del Duque Huebald, había irrumpido en Shitterton con
una franca sonrisa y una orden de reclutamiento que era "voluntaria" solo de nombre.
Después de todo, en Bretonia nada cambiaba: cuando los nobles decían voluntario,
querían decir obligatorio, y cuando decían progreso, querían decir más impuestos.
Con todo, la situación era grave: el mismo barón Pirien, el señor feudal de Rogric, se
había unido a la campaña con su regimiento de jinetes de Pegaso.
Shitterton, su pequeña aldea, era lo más parecido a una población afortunada que uno
podía esperar encontrar en Bretonia. Allí, el pozo de agua solo se secaba dos meses
en verano y los lobos apenas se comían a uno o dos aldeanos por estación. Eso sí, solo
a los más lentos. Por ello, el reclutamiento fue allí especialmente intenso: no solo se
llevaron a todos los hombres que tuvieran hijos mayores de doce años, sino que
también alistaron a aquellos cuyos hijos ya habían cumplido diez. "A esa edad, ya
pueden encargarse de la cosecha", dijeron los hombres de armas del barón con una
sonrisa. Porque en Bretonia, la infancia era un lujo que se acababa antes de que uno
pudiera aprender a atarse las botas, si no eras de familia noble, por supuesto. Total, en
ese caso siempre había un sirviente que te ataba las botas o, en su defecto, los estribos.
Hubo protestas cuando los brillantes caballeros abandonaron el pueblo. Algunos
aldeanos, más bocazas que prudentes, se quejaron diciendo que no les importaba lo
más mínimo lo que pasara en las villas del sur, esos pueblos donde la gente se casaba
entre primos. Pero claro, las quejas duraron lo que tardaron los hombres de armas del
duque en ensartar a un par de revoltosos. En el ducado de Carcassonne, las cosas eran
simples: si hablabas mucho, te quedabas callado para siempre.
Rogric pensó en sus tres hijos. "Podrán con todo", se decía a sí mismo. O al menos, dos
de ellos. Su esposa había muerto en la última epidemia de tos seca, lo cual, visto desde
cierto ángulo, era una ventaja: ya no había que preocuparse por alimentar una boca
más. Además, había dejado un chamizo y dos sacos de arpillera: un verdadero lujo
para los estándares locales. En Shitterton, donde el lujo consistía en que tu casa no se
cayera en la primera tormenta, aquello era casi digno de los libros de leyendas.
Y, como siempre, la cosecha de las tierras del barón sería tan generosa como el propio
barón: apenas suficiente para que dos de sus hijos no murieran de hambre este
invierno, descontando el justo diezmo para el señor. Y en Bretonia, eso era lo más
parecido a la abundancia.
Shitterton era cosa del pasado. Ahora, Rogric debía sobrevivir al día presente. Se
acercó a la fogata de su compañía de arqueros y saludó a Karl, uno de sus mejores
amigos en el ejército del duque. Karl era, sin duda, uno de los mejores arqueros de la
región. Una lástima que, siendo un montaraz, hubiera perdido un pie en una cacería
organizada por el barón, cuando uno de los perros del Conde Garland confundió su
pierna con una liebre. (O eso se dijo; quizá el pobre perro tenía hambre).
Aquella mordida fue, sin duda, un inconveniente para todos. No tanto para Karl, que
ya estaba acostumbrado a las desgracias, sino para el conde, que tuvo que pagar un
diezmo al barón por la "pérdida". Esto, claro, fue un auténtico drama en el pueblo de
Pityme, una de las aldeas del conde, ya que fueron ellos quienes tuvieron que afrontar
el pago.
A Karl le costaba seguir el paso de la compañía y, para ser honestos, nadie tenía muy
claro cómo había terminado siendo "voluntario". Aun así, al menos había una ventaja
en todo esto: su pierna herida le dolía siempre antes de que estallara una tormenta, lo
que significaba que la compañía nunca quedaba atrapada durmiendo al raso cuando
llovía. Todo eran ventajas, si uno sabía cómo mirar las cosas.
—El sargento Stillman nos reclama a todos después de las oraciones —dijo Karl,
echando un vistazo a su cuenco de sopa de cebada—. Date prisa en acabarte eso. No
quiero que seamos los últimos en llegar.
Con "todos", por supuesto, se refería a los campesinos y a los hombres de armas del
ejército. Stillman solo era uno de los hombres de armas del duque; ni en sus sueños
más alcohólicos habría osado dirigirse a un caballero con algo que no fuera la más
absoluta y abyecta de las reverencias.
Karl murmuró: —A veces me pregunto si la Dama del Lago se da cuenta de lo que es
vivir en la tierra de Bretonia. Sé que es misericordiosa, pero lo único que he visto es
que, si no rezas lo suficiente, la vaca deja de dar leche... y si rezas demasiado,
probablemente se la lleve el barón.
Los dos intercambiaron una mirada cómplice, sabiendo que, en su mundo, la única
certeza era que, con o sin plegarias, la vida siempre encontraba una manera de
apretarte el cuello.
De repente, un sonido suave pero autoritario llenó el aire: el eco de una campana de
plata, seguido por el canto melódico de las damiselas del ejército, invocando a la Dama
del Lago. Las dos mujeres caminaban en procesión hacia el centro del campamento.
Las primas del duque Huebald, bellas y serenas, lideraban la plegaria, su devoción
palpable en cada palabra que entonaban.
Karl miró a Rogric, y ambos compartieron una mirada de respeto reverente. Las
damiselas eran poderosas, tanto en fe como en influencia, y cualquier desprecio hacia
los ritos de la Dama podría traer consecuencias terribles. Ambas primas, conocidas por
su cercanía al duque y su inquebrantable fe, eran la voz de la Dama en el ducado.
—No hay peor suerte que fallar a la Dama en su propia hora —murmuró Rogric,
observando cómo los soldados, caballeros y campesinos del campamento se unían al
rezo. A pesar de su naturaleza escéptica sobre la vida, el rostro de Rogric reflejaba una
devoción sincera. Sabía bien lo que ocurría cuando uno se descuidaba.
Karl asintió. —Esas mujeres están más cerca de la Dama que ninguno de nosotros. Cada
palabra que dicen es una advertencia. Si no las seguimos, el destino nos castigará. Lo
siento en mis huesos. —En ese momento, Karl había olvidado sus refranes acerca de
vacas que no daban leche.
Rogric no necesitaba que terminara la frase. Ambos recordaban bien las desgracias
que habían caído sobre los que no respetaban las enseñanzas. Un caballo desbocado
(o, peor, un caballero), una flecha perdida, varias estaciones con malas cosechas o un
hijo que nacía con tres ojos: todas señales de haber abandonado el sendero de la
Dama.
Una vez finalizada la plegaria, Rogric y Karl se dirigieron al lugar del encuentro con el
resto de los campesinos, cuyo número se había reducido mucho en la dura campaña
contra la horda de Castigabarrigaz. Uno de los regimientos de lanceros había sido
hecho pedazos (literalmente) por un gigante que se dedicó a saltar arriba y abajo sobre
ellos hasta que no quedó hombre con vida, y el otro fue pasado a cuchillo en un duro
combate contra un regimiento de orcos armados con enormes machetes. Había
corrido mejor suerte la otra compañía de arqueros, dirigida por Chambers, que había
huido por los bosques cuando vieron acercarse a Castigabarrigaz en su Serpiente
Alada. Ahora seguramente seguirían allí como cazadores furtivos y asalta caminos, una
vida peligrosa pero no tanto como estar en primera línea de batalla.
Así que a la reunión acudieron únicamente la compañía de arqueros de Rogric, las dos
compañías de exploradores a caballo y los chicos de Mortimer, los encargados del
trebuchet. Esos chicos sí que tenían un trabajo duro, sobre todo por subir y bajar ese
armatoste del carro de bueyes que lo transportaba por toda la campiña del ducado.
Mortimer era un tipo bastante feo, con una verruga en la nariz del tamaño de un dedo
gordo y un pelo blanco y desgreñado, cubierto por un sombrero un tanto ridículo, se
podría decir que era un auténtico veterano con sus 45 castañas. Mortimer había
aprendido el oficio con su padre, en las antiguas guerras contra el imperio y ya era su
tercera campaña con el Duque, se decía que el padre del Barón Pirien le habló en una
ocasión con algo parecido al respeto.
—Qué tal chicos, se ha levantado un buen viento esta mañana, al menos hoy no ha
helado y no tenemos que estar repasando las cuerdas de la dulce Betty. Seguro que a
vuestros arcos de juguete les tenéis que dar una buena tralla.
Mortimer era querido en el campamento y los campesinos solían acudir a él en busca
de consejo y ayuda, aunque era un tanto competitivo y quisquilloso. En cualquier caso,
siempre se recordaría en el campamento que repartió el pan extra que ganó su
cuadrilla cuando su trebuchet se llevó por delante a una unidad de orcos acorazados
y armados hasta los dientes. Con todo, no era oro todo lo que relucía. También tenían
sus cagadas: Rogric recordaba cuando Mortimer y su cuadrilla se preparaban para
disparar en una escaramuza con jinetes de lobos goblins. Mortimer, confiando en su
"dulce Betty", no tuvo en cuenta un pequeño detalle: la cuerda principal estaba algo
más floja de lo habitual, y uno de los tripulantes sufrió las nefastas consecuencias, un
joven llamado Hugo encargado de ajustar la tensión en el momento justo. Por
desgracia, el pobre no había dormido bien la noche anterior a la batalla, debido a una
escapada nocturna con una de las criadas de la hermana del duque, lo que le llevó a
tensar la cuerda en el ángulo equivocado. Cuando Betty lanzó el proyectil, Hugo salió
disparado junto con él, cual muñeco de trapo volando por los aires. El grito de Hugo,
al principio alarmante, fue rápidamente silenciado cuando aterrizó en un árbol a
decenas de metros de distancia... bueno, aterrizó es una forma de decirlo. Después de
eso, no hubo mucho que enterrar.
—¿Ya estamos todos? Bien, escuchadme, pandilla de desagradecidos. Esta noche, mis
chicos han localizado que se acerca una parte de la horda de ese malnacido de
Castigabarrigaz. El buen duque se prepara para la batalla para defendernos de esas
bestias y desde luego nosotros tenemos que hacer nuestra parte—gritó un hombrecillo
delgaducho y avieso, que se hacía llamar a sí mismo Sargento Stillman, aunque en el
campamento lo conocían como el "Memo Stillman".
La gente se mosqueó al oír que tendrían que luchar esa mañana. Algunos maldijeron
en voz baja a Stillman, un tipo que se las daba de héroe por haber recogido el escudo
de un orco muerto y jactarse de que había matado a uno de sus líderes en combate
singular. Pero todos sabían que no era más que un enchufado. Incluso, en alguna
ocasión, el propio barón les había dado a los exploradores de Stillman algún animal
muerto para que lo echaran en su puchero. Algunos en el campamento susurraban
que el sargento pudiera ser el hijo bastardo del Barón, ya que a la madre de Stillman
no se le recordaba “arrejuntada” con ningún mozo de la zona.
Las ensoñaciones de Rogric se cortaron bruscamente cuando escuchó a Stillman decir
su nombre.
—Rogric, Karl, y el resto de los palurdos, os colocaréis en el centro, protegidos por
los valientes caballeros de Priestley cubriendo su avance. Los exploradores
estaremos en las alas, mientras que Mortimer y compañía debéis montar la artillería
en ese pequeño risco de allí —aleccionó Stillman, con su habitual voz gangosa y
desagradable.
Más malas noticias: los caballeros de Priestley eran unos locos que se lanzaban a la
carga sin orden ni concierto, y subir el trebuchet hasta la colina no sería una tarea fácil
ni exenta de riesgo, ese condenado armatoste pesaba una barbaridad. La gente
comenzó a murmurar, pero de pronto se hizo un silencio ominoso. Una figura enorme
oscureció el sol de la mañana. Era Tormenta roja, el hipogrifo del duque, y montado
sobre él estaba el mismo duque, sin el yelmo, pero armado con toda su panoplia y
orgullosa heráldica que se remontaba a los tiempos de Guilles el Breton.
El duque en el hipogrifo era una figura de autoridad incontestable, de hecho, parecía
que la luz realzaba su figura ondulando con los brillos de su armadura, como si la
misma Dama del lago le acompañara nacida de los mitos más profundos de la tierra
de Bretonia. La bestia descendió con soltura de los cielos y aterrizó junto a los
campesinos, todos se arrodillaron ante él.
El duque solo dijo una frase, escueta y en voz baja, con una calma imponente y una
mirada altiva.
—Ármense y prepárense para la batalla. Bretonia espera que todos cumplan con su
deber.
Y en ese momento, como por encanto, la actitud de los hombres cambió bruscamente.
Todos sabían que la batalla había comenzado. Su señor los había convocado, y ellos
partían al encuentro con el enemigo, gritando al unísono.
—¡Por Bretonia y por Carcassonne!
- Señor bretoniano en hipogrifo, con lanza de caballería, Voto del Grial, Armadura del Solsticio Estival, Escudo Hechizado, Espada del Poder y Virtud de la Disciplina
- Doncella de la dama en caballo de guerra, de nivel 1, con Pergamino de Dispersión
- Doncella de la dama en caballo de guerra, de nivel 1, con Cáliz de Malfleur
- Paladín bretoniano portaestandarte de batalla en caballo de guerra con barda, Voto del Caballero y Estandarte de los Valerosos
- 10 arqueros campesinos
- 7 caballeros del reino con grupo de mando y Estandarte de Guerra
- 9 caballeros noveles con grupo de mando y Estandarte de los Caballeros Noveles
- 3 caballeros de pegaso con campeón
- 5 hombres de armas a caballo con lanza
- 5 hombres de armas a caballo con lanza
- 8 caballeros del grial con músico y portaestandarte
- Trebuchet
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarVale, reescribo el comentario con el PC, que este no tiene el maldito corrector...
ResponderEliminarVolviendo del pasado para recuperarte el comentario, quiero decir 3 cosas.
1- Me ha gustado mucho.
2- Me sorprende que hayas elegido tantos nombres británicos en lugar de francos para los Bretonianos.
3- Viendo la vida de los pobres campesinos Bretonianos quedo aún más feliz que antes de leer el relato de ser Goblin; vale que tus compis de peña te pueden apuñalar, y vale, puede que te termine devorando un garrapato, pero, ¡HÉ!, al menos te lo pasaste en grande hasta que te llegó el momento.
¡Enhorabuena!
Jajaja muchas gracias!, los nombres ingleses vienen de dos cosas, por un lado algunos son nombres de ex GW como Stillman y Priestley que incluí como homenaje, también es cierto es que soy pro ingles con lo cual me gusta que los personajes sean de origen británico.
EliminarCiertamente el trasfondo de Bretonia incluye "lugares comunes" tanto de los franceses como de los ingleses, con lo cual me permito esos movimientos.
Me ha encantado el trasfondo, qué grande. Me quedo con "...y cuando decían progreso, querían decir más impuestos." real como la vida misma
ResponderEliminar¡Buen relato! Me espero al "Spin off" de las primas del Duque :P
ResponderEliminarHe disfrutado mucho el relato. Enhorabuena por esa muy merecida mención!
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