¡Buenos días! Este año los dragones sangrientos estaban de moda en el VI Torneo Leyendas en Miniatura, y en esa tendencia Bloody_dragon decía hacer honor a su nombre y traer la lista alternativa, con su buen trasfondo acompañando.
El pantano se extendía como una herida infectada en la tierra, un paisaje de fango pútrido y árboles muertos cuyas ramas retorcidas crujían como huesos frágiles al borde del colapso. El aire, denso y nauseabundo, estaba cargado de un hedor a descomposición, un testamento inquebrantable de que la muerte gobernaba ese paraje. La niebla, espesa y sofocante como el aliento de cadáveres olvidados, ahogaba todo sonido, envolviendo el mundo en un silencio que parecía el preludio de algo ominoso. Con cada paso que daba sobre el suelo blando y traicionero, Draegar sentía que cruzaba una frontera invisible, un umbral hacia un reino de sombras donde ecos de almas perdidas susurraban advertencias que solo él podía oír.
De repente, un crujido surgió en la penumbra, reverberando como una advertencia en el vacío. Pero Draegar Sanguinem no pertenecía al mundo de los vivos. Avanzaba con una calma antinatural, su armadura roja, desgastada por incontables batallas, parecía absorber la luz de la luna, como si las cicatrices que la adornaban contuvieran el sufrimiento de mil guerras. Sus ojos brillaban, dos pozos de oscuridad inhumana, alimentados por siglos de odio. Durante esas eras, Draegar había convertido el arte de matar en una extensión de su ser, una danza fría y precisa que solo él podía ejecutar con tal maestría. La espada en su mano, común a primera vista, irradiaba un brillo espectral, como si las sombras del abismo la hubieran marcado con una bendición impía.
Un rugido rompió el aire, profundo y retumbante como el trueno en el vientre del pantano, sacudiendo el suelo bajo sus pies. Draegar se detuvo. Lo había seguido durante días, una sombra incansable, y ahora era el momento de enfrentarse al dragón más grande que jamás hubiera pisado la tierra había llegado. Más antiguo que cualquier imperio, la colosal figura emergió del fango con una majestad sombría. Sus escamas, ennegrecidas por el veneno del pantano y el peso del tiempo, parecían la armadura de una leyenda oscura, cargada de mitos y terrores. El aire, pesado con la amenaza, se volvió gélido, y Draegar sintió el tirón de esa inmensidad en cada fibra de su ser. De pronto, la niebla se desgarró como un velo ante la sombra de la bestia. El dragón se levantó, su cuerpo masivo y putrefacto desafiando la lógica del espacio, sus alas erosionadas levantando oleadas de barro pútrido. El hedor a azufre y carne corrompida impregnó el aire, intensificando la pesadez del lugar. Los ojos de la criatura, dos pozos de maldad pura, se clavaron en Draegar. La amenaza en esa mirada era tangible, una fuerza ancestral que hacía vibrar el aire con promesas de destrucción inminente.
El dragón atacó con la furia de un titán, pero Draegar, con la gracia sobrenatural que le confería su maldición, esquivó el golpe, su figura moviéndose como una sombra entre las garras de la bestia. Las garras del dragón se estrellaron contra un árbol cercano, destrozándolo en mil astillas que volaron como proyectiles a través de la noche. El sonido del tronco quebrándose reverberó como el eco del propio poder de la criatura, un recordatorio brutal de lo que estaba en juego. Pero Draegar, implacable, se deslizó en la oscuridad, sus movimientos silenciosos como el viento, sus ojos fijos en su presa.
Cuando el dragón escupió su aliento corrosivo, Draegar se lanzó hacia un lado, sintiendo el calor abrasador quemar el aire donde había estado un segundo antes. La tierra, donde el fuego se había estrellado, se fundió en una mezcla de barro y ceniza, un símbolo de la devastación que solo acababa de comenzar. Su espada, siempre a su lado, parecía brillar más intensamente a medida que la batalla avanzaba, como si también deseara la sangre negra que fluía por las venas de la bestia. El dragón, enfurecido por la esquiva, lanzó su enorme cabeza hacia Draegar, abriendo sus fauces para mostrar filas de colmillos afilados como dagas. El vampiro se arrodilló, evitando por poco la mordedura, y asestó un golpe a la mandíbula del dragón. El acero se hundió en la carne, y un torrente de sangre negra brotó, manchando su armadura y la tierra a su alrededor.
Pero el dragón no se detuvo. Con un giro de su cuerpo, utilizó su cola como un mazo, barriendo el fango y las ramas a su paso. Draegar se vio obligado a saltar hacia atrás, sintiendo el viento de la cola pasar cerca, desgarrando la tierra y levantando nubes de barro. La colisión hizo temblar el suelo, un recordatorio del poder colosal que enfrentaba.
A lo largo de noches interminables, ambos combatieron, en un duelo eterno entre la muerte y la no-muerte. Draegar, paciente y metódico, golpeaba con precisión, buscando las debilidades del monstruo con la frialdad de un cazador experimentado. Con cada estocada, la carne del dragón cedía, y su sangre oscura se mezclaba con el fango, creando una escena grotesca de sufrimiento y destrucción. La estrategia del vampiro era clara: debía esperar, observar, y asestar el golpe perfecto, el que pondría fin al reinado del dragón. Pero cada vez que sus músculos ardían de cansancio y el dolor de sus heridas se hacía insoportable, Draegar sabía que no era solo una prueba física, sino también un desafío para su alma atormentada.
Finalmente, cuando la luna llena se alzó por décima vez, el momento decisivo llegó. El dragón, agotado y furioso, alzó su gigantesca cabeza, inhalando profundamente para soltar su último aliento, una tormenta de fuego y veneno destinada a arrasar todo a su paso. Pero Draegar estaba preparado. Con un grito que parecía resonar en los cielos y las profundidades del inframundo, se lanzó al aire, su espada resplandeciendo con una luz espectral. La hoja se hundió en la garganta de la bestia, desgarrando carne y hueso. Un torrente de sangre negra brotó, cubriendo el cuerpo de Draegar, como un bautismo en la oscuridad.
Cuando el último aliento del dragón se disipó, algo más profundo y oscuro emergió. No era solo una victoria, era la culminación de un ciclo, un retorno a lo que Draegar siempre había sido: un cazador de lo imposible. Pero la victoria, lejos de ser dulce, era amarga, cargada de un peso que no podía ignorar.
Draegar, cubierto de la sangre de la bestia, sintió que algo dentro de él cambiaba. Sabía lo que debía hacer. Se inclinó sobre la herida del dragón y bebió de su sangre, un acto que no era solo de supervivencia, sino de transformación. La esencia del dragón fluyó por sus venas, y en ese instante, la maldición que había cargado durante siglos fue destruida. Draegar era libre, como lo había sido Abhorash antes que él. Pero la libertad traía consigo un nuevo poder, uno tan antiguo y peligroso como la misma muerte.
El vampiro observó el cadáver del dragón por un largo momento. Algo más oscuro que la muerte lo rodeaba, algo que superaba incluso la violencia de su victoria. Con un gesto que parecía un susurro en la bruma, Draegar pronunció palabras ancestrales, no de magia, sino de pura voluntad. El cadáver del dragón tembló. Las escamas se tensaron, la carne muerta comenzó a retorcerse. De un golpe seco, el dragón se levantó de nuevo, como un titán desafiando a la muerte misma. Sus ojos apagados brillaban con un resplandor espectral, y aunque la vida ya no corría por sus venas, su voluntad estaba atada a Draegar. Era un ser mitológico, el más antiguo de todos, dotado de un poder ancestral inato. Aún así, había un aire de melancolía en su renacimiento, como si las memorias de su larga vida lo persiguieran.
Con una frialdad siniestra, Draegar subió al lomo de la criatura. La enorme figura del dragón, renacido en la no-muerte, se agitó bajo él, sus alas destrozadas levantándose con un crepitar de huesos.
Cuando montó el cadáver renacido del dragón, Draegar sabía que su destino estaba en juego. La criatura, ahora esclava de su voluntad, se alzó bajo él, sus alas destrozadas aún capaces de llevarlo a lo más alto del cielo nocturno. El viento, oscuro y lleno de secretos, lo envolvía mientras ascendía, y con él, una duda creciente: ¿había vencido al dragón, o simplemente había forjado una nueva cadena que lo ataría a un destino aún más sombrío?
Sobre la vasta extensión de tierras muertas, Draegar miró hacia abajo, donde el pantano se convertía en un mar de sombras y desesperación. Había ganado la batalla, sí, pero la guerra dentro de él apenas comenzaba. ¿Quién sería ahora? El vampiro que había matado al más temido de los dragones, o un paria condenado a vagar en busca de un maestro que nunca llegaría? Con cada batida de alas, se alejaban del pantano, pero el eco de su victoria resonaba en su mente. La figura de Abhorash apareció fugazmente en sus pensamientos, un recuerdo de lo que había sido. ¿Podría él, Draegar Sanguinem, ser digno de su legado? Esa duda lo consumía, como una llama que nunca se apaga.
Mientras el dragón surcaba las nubes, Draegar comprendió que el verdadero desafío estaba por venir. No solo tenía que reconciliarse con el monstruo que había dentro de él, sino también con el poder que ahora poseía. Montado sobre un dragón resucitado, Draegar se encontró en un precipicio, donde los límites entre el salvador y el verdugo se desvanecían.
Y así, con el viento azotando su rostro, Draegar miró hacia el horizonte. La noche era oscura y llena de posibilidades, un abismo que lo llamaba a descubrir su nuevo destino. Mientras ascendía por encima de los árboles y la bruma, un murmullo recorrió su mente, resonando en su ser con una promesa inquietante: "¿Qué vendrá después?"
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Me ha gustado mucho el trasfondo, aquí hay madera de escritor!
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